EL RELOJ

Obsesionada por la falsedad de que el tiempo pueda medirse, la humana me colocó un reloj en la cabeza. Más adelante, no contenta con la ocurrencia, me recluyó dentro de otro para mi perfil en Facebook. No me importó, estoy a su entera disposición. Pero últimamente estaba tan silenciosa que la preocupación se apoderó de mí al conocer la enfermedad que estos días azota a los habitantes de la Tierra.

La pasada madrugada no vacilé en colarme en su casa a través del ordenador apagado. La luz de las farolas que se filtraba entre las persianas mal cerradas, lograba que los objetos de la habitación adquiriesen formas espeluznantes. Ella estaba profundamente dormida. Me acerqué y se removió cuando le di un beso en la frente.

Asustada, salí corriendo hasta la cocina. Allí encontré el reloj de mi perfil. Está viejo, descolorido y con las agujas inmóviles por falta de pilas. Me pareció un buen lugar donde descansar. Y cuando la resplandeciente mañana lo inundó todo, la vi entrar. Escuchaba en la radio noticias poco alentadoras. Su movimientos lentos y semblante apesadumbrado era como si le hubieran caído veinte años encima. Encendió la cafetera, la tostadora y preparó los útiles para el desayuno. Pero cuando fue a la nevera vi como se le escapaban lágrimas silenciosas que se enjugó antes de dar los buenos días a sus seres queridos.

Luego sonrió al tiempo que abría el microondas ubicado bajo el reloj. Quise pensar que elevaba sus comisuras al verme, pero soy tan invisible como el COVID-19… Y Aunque ella no lo sepa, me quedaré en su casa hasta que la pandemia haya finalizado. Entretanto y siempre:

SALUD, SALUD, SALUD y un cálido abrazo virtual a todos.

¡SOLIDARIDAD, ÁNIMO Y CUÍDENSE!

© Oteaba Auer

Sala de espera

El ascensor paró en la planta sin número del Hospital Gris. Salió una chica mientras pasaba un enfermero que sin detenerse le preguntó: ¿Tu abuelo está bien?… Ni de refilón escuchó la respuesta de que había volado al cielo.

Ocupó el único asiento libre y relató a los presentes cómo habían sido los últimos días de su enfermedad a partir del holter. Temerosos de pasar por ignorantes, nadie preguntó qué era un holter. La mayoría imaginó una raza de hámster. En cambio, el ejecutivo que observaba a distancia entró en una crisis de pánico. Tiró el maletín y,  a través de la camisa, palpó los adhesivos con cables conectados a un dispositivo pegado con esparadrapo. Dando alaridos se arrancó los botones y el holter que pisoteó con saña. Ninguno se acercó a calmarlo hasta que las innombrables se lo llevaron por la puerta de acceso prohibido.

Después se enzarzaron en un guirigay sobre la impresión que les produjo desde el día que llegó; ninguna favorable. “¡No perdamos más tiempo hablando del ladrón!”, gritó un octogenario. Entonces apartaron el tema para contar verdades inventadas. De esa manera robaban espejismos de felicidad como evasión al terror que les producía la puerta del fondo. Por allí aparecían las niñas sin cara; tomaban de la mano al elegido y lo invitaban a pasar.

Inexorable, el ascensor continúa subiendo personas. Jamás puede quedar un lugar vacío en la sala de espera. Allí negocian con la mentira hasta que les toca el turno. El enfermero persiste en correr sin moverse de lugar y haciendo la misma pregunta a todo recién llegado; solo cambia el pariente elegido. Esa es su condena.
© Oteaba Auer

Holter Oteaba Auer Hospital Sala de espera

El síndrome de Hipólito

Hace cinco años dejó de hablar cuando le sentó mal la comida; o eso creyeron todos. Empezó a tener hipo, y pensó que tenía hipo porque hablaba demasiado. Y se dio cuenta que entre menos hablaba menos hipo tenía. Y optó por callar, y el hipo no le abandonó; la gente sí. Y el peso de la soledad le indujo a escribir la historia de un hombre que padecía ataques de hipo. Pero un día, el personaje le suplicó la muerte a dejarse pisotear por quienes carecían de empatía. Y él, que conocía el sufrimiento, lo dejó sin hipo en una página medio escrita. Y así descansó, horas antes de que los vecinos se dieran golpes de pecho al ver en la sección de necrológicas del periódico de hoy, la esquela de media página con una sola palabra: Hipólito.
© Oteaba AuerEsquela Oteaba Auer Sindrome Hipolito