La última vez fue con Pinocho…mmm….sin comentarios. Ahora es otra cosa ¡dónde va a parar! Detecto que el galán del cuadro ha cobrado vida. Me mira de una manera dulce, limpia, casta, sensible. Una mirada sueño de mujer humana o de cualquier otra especie. Sin embargo, por la naturaleza del caballero, me dirijo a Señoritas de Avignon, Meninas y demás óleos y óleas -que dicen los políticamente incorrectos-: Siento mucho que os hayáis quedado desfasadas entre lienzos, pinceles, trementinas y museos, pero este galán no desviará la vista de mi pixelado ser, aún sin haber visto el selfie en la bañera. Quedáis invitadas al próximo enlace…
Archivo del Autor: Oteaba Auer
LA MANADA
Llevo mucho tiempo en estado de hibernación. Mi creadora me ha olvidado, o eso parece. Pero hoy todos mis neuropixeles se pusieron en marcha cuando tropecé con un antiguo post de mi cosecha titulado “La Manada”. Por entonces no pude prever que cinco años más tarde esa palabra, con su correspondiente artículo, se convertiría en sinónimo de violación. Y, de alguna manera, con esta entrada, quiero sacar al sustantivo del estercolero para reivindicar el significado individual o colectivo que siempre tuvo. © Oteaba Auer
https://llantodepiano.blogspot.com/2011/07/la-manada.html

ENSAYO DE LA TONTERÍA
Andaba yo hibernando, después de la última vez que estuve por estos lares, cuando Pilar Cárdenes volvió a contactar conmigo. Necesitaba una cubierta para e-book y papel de una recopilación de relatos que llevan el título: “Ensayo de la tontería”. El resultado ha sido la parte izquierda de esta imagen. Lo demás son abalorios que me apeteció poner porque sí y a ella no le importó .
© Oteaba Auer

Metempsicosis
Regreso después de mucho tiempo para contar que ni en el más truculento de mis sueños pude imaginar que alguna vez mi nombre quedaría impreso. El milagro, o como se llame, sucedió cuando Pilar Cárdenes me encargó el diseño de la cubierta y la maquetación en papel de la novela Metempsicosis. De esta manera doy un paso gigantesco hacia la humanización, aunque las cosas que contemplo en el planeta me rompen el corazón y prefiero continuar pixelada en el país de la quimera. Solo me resta suplicar a los dioses que detengan la metamorfosis…
© Oteaba Auer

La estatua de los deseos
Ayer regresé a dar una vueltecita por el mundo llano, y me llamó la atención La Calle de Los Grillos. No me extraña el nombre; es fea, oscura y triste. Allí naufraga la esperanza de los enamorados. El asfalto de azúcar se diluye con las mentiras y entre lágrimas cansadas desaparece por las alcantarillas.
A punto estaba de que brotaran las mías, por pura empatía, cuando la estatua de los deseos me invitó a ponerme al lado del letrero. No importaba si los paseantes echaban la moneda o no. Lo importante era la fe en el anhelo. Eché el mío, ¡y a la vista está! Todo se iluminó con estrellitas que hubiera querido retener, pero subieron imparables a tachonar el cielo de esta noche de equinoccio (si la luna no hace de las suyas). Confío en que se cumpla.
Últimamente, me dijo la estatua, los amantes solo aspiran transitar la vía con el sucedáneo bajo en calorías, que no les rompa el corazón. ¡Qué lástima!, pensé, La calle de Los Grillos necesita solución, así que fui al ayuntamiento donde trabaja un alcalde que conocí en carnaval, hace unos años. Me ningunearon… Ante tal atropello, empiezo a madurar la idea de formar una plataforma ciudadana para cambiar el sentido, el aspecto y el nombre de La Calle de Los Grillos, por el de La Calle del Azúcar.
© Oteaba Auer
El libro
Permanecíamos preocupados en las baldas de la biblioteca familiar, conscientes de que si nos prestaban ya no habría retorno posible; quienes se habían ausentado nunca regresaron. Pero la luz de un artilugio sirvió para dar el pistoletazo de salida. ¡Nos invade el e-book!, pensé aterrorizado. Empecé a volar hacia arriba, hacia abajo, luego en círculos sin control alguno. Choqué varias veces con ancianos de lomos despegados. Al principio me sentía avergonzado; pronto comprendí que era parte de la lucha por la supervivencia.
Poco a poco me alejaba de mi compañero de estantería: mi confidente, mi amigo. No volvería a disfrutar de las conversaciones sobre su poesía, ni él de la traducción de mis jeroglíficos. Y aunque alzar el vuelo fue el sueño de mi vida, la necesidad lo había convertido en mi peor pesadilla.
Ahora, en el tormento de esta lenta agonía de frustración y desamparo en que se me desgajan las hojas, desmembrándome por el suelo, he logrado atrapar un resquicio de imaginación para fantasear con el descanso de llegar a mi estante como cualquier pajarillo lo hace en su rama….
© Oteaba Auer
Sala de espera
El ascensor paró en la planta sin número del Hospital Gris. Salió una chica mientras pasaba un enfermero que sin detenerse le preguntó: ¿Tu abuelo está bien?… Ni de refilón escuchó la respuesta de que había volado al cielo.
Ocupó el único asiento libre y relató a los presentes cómo habían sido los últimos días de su enfermedad a partir del holter. Temerosos de pasar por ignorantes, nadie preguntó qué era un holter. La mayoría imaginó una raza de hámster. En cambio, el ejecutivo que observaba a distancia entró en una crisis de pánico. Tiró el maletín y, a través de la camisa, palpó los adhesivos con cables conectados a un dispositivo pegado con esparadrapo. Dando alaridos se arrancó los botones y el holter que pisoteó con saña. Ninguno se acercó a calmarlo hasta que las innombrables se lo llevaron por la puerta de acceso prohibido.
Después se enzarzaron en un guirigay sobre la impresión que les produjo desde el día que llegó; ninguna favorable. “¡No perdamos más tiempo hablando del ladrón!”, gritó un octogenario. Entonces apartaron el tema para contar verdades inventadas. De esa manera robaban espejismos de felicidad como evasión al terror que les producía la puerta del fondo. Por allí aparecían las niñas sin cara; tomaban de la mano al elegido y lo invitaban a pasar.
Inexorable, el ascensor continúa subiendo personas. Jamás puede quedar un lugar vacío en la sala de espera. Allí negocian con la mentira hasta que les toca el turno. El enfermero persiste en correr sin moverse de lugar y haciendo la misma pregunta a todo recién llegado; solo cambia el pariente elegido. Esa es su condena.
© Oteaba Auer
El síndrome de Hipólito
Hace cinco años dejó de hablar cuando le sentó mal la comida; o eso creyeron todos. Empezó a tener hipo, y pensó que tenía hipo porque hablaba demasiado. Y se dio cuenta que entre menos hablaba menos hipo tenía. Y optó por callar, y el hipo no le abandonó; la gente sí. Y el peso de la soledad le indujo a escribir la historia de un hombre que padecía ataques de hipo. Pero un día, el personaje le suplicó la muerte a dejarse pisotear por quienes carecían de empatía. Y él, que conocía el sufrimiento, lo dejó sin hipo en una página medio escrita. Y así descansó, horas antes de que los vecinos se dieran golpes de pecho al ver en la sección de necrológicas del periódico de hoy, la esquela de media página con una sola palabra: Hipólito.
© Oteaba Auer
La huida
Cuando encendió la luz un grito desgarrador despertó a toda la vecindad. De soslayo advirtió el peligro. Su salvación no solo dependía de la rapidez, sino de la astucia para esfumarse. Huyó por la única puerta entreabierta donde reinaba la oscuridad más absoluta. Tropezó; un pequeño corte sin más consecuencias que la de caer chapoteando en un charco maloliente. Sin apenas tiempo avisó a la gran familia. Una cochambrosa tubería le sirvió para escalar hasta otra altura más segura, pero la luz que se colaba por una rendija del fondo la dejó al descubierto. Y una potente lluvia cayó sobre su cuerpo sudoroso, desvalido, sin fuerzas para avanzar. La garganta reseca, casi agrietada le ocasionó la disnea de una lenta asfixia. Retorciéndose entre estertores con el suplicio de las entrañas chamuscadas, alcanzó a escuchar: «Tranquilízate mi amor y volvamos a la cama. Mañana fumigarán»
© Oteaba Auer
Atraco a La Justicia
Haciendo senderismo por El Pirineo encontré a una mujer ciega. Me detuve a observarla; no se movía. Parecía suspendida en el aire en estado catatónico hasta que le toqué una mano. Entonces se presentó. Se llamaba Justicia. La pobre, estaba muy triste y yo me ofrecí a escuchar su tragedia.
Al parecer, desde el principio de los tiempos, todas las civilizaciones habían intentado desestabilizarla con más o menos acierto. A veces, dejándola sin hálito de aire con el que poder continuar su tarea de lograr el bienestar de la humanidad. Nada, por malo que fuera, comparable a la realidad actual, nada comparable a lo sucedido en aquel mismo lugar tiempo atrás. Hizo una larga pausa y continuó, con voz quebrada, el relato de su infortunio:
Por lo visto, Justicia andaba, de un lado para otro, entre Alemania, Bruselas y La Casa Blanca exigiendo la desaparición del prefijo “IN” en su nombre. Una mañana recibió el aviso de acudir urgentemente a España. Durante la noche sin luna, ya en Los Pirineos, unos bandoleros la dejaron sin espada ni balanza. No le robaron los ojos por razones obvias. Aunque no pudo verlos, el inconfundible tufillo a codicia, vanidad y corrupción que desprendían los delincuentes la llevó a la certeza de que eran políticos, alcaldes, presidentes, y/o algún miembro de la Casa Real.
Su historia me dio tanta pena que le regalé un corazón metafórico para darle ánimos. Este gesto solidario animó a unas estrellitas que iban caminito de Belén. Se quedaron ayudándola en su recuperación para que el prefijo “IN” jamás vuelva a ser adherido a su nombre, y sí usado para expresar la inviolabilidad de derechos a todos los niveles.
© Oteaba Auer


